jueves, 11 de junio de 2009

Sylvain

Viajar es siempre un punto de encuentro. En ocasiones las circunstancias ligan personas y lugares mientras que otras veces basta con abrir los ojos para dejarse llevar por las veredas de la vida. Sylvain es uno de esos personajes que tenía algo que contar, necesitaba hacerlo, y lo hizo conmigo.

Al día siguiente de llegar a Nuku Hiva y estando yo en la cubierta, vi cómo se acercaba un bote hacia nuestro barco. Los barcos grandes como el nuestro necesitan de un espacio grande de borneo para evitar líos con otras embarcaciones, con lo que los fondeos distan normalmente un poco del resto de barcos. Lo justo como pare sentirse fuera del grupo y lo suficiente como para ver que si un dinghy se sale de éste, viene hacia nosotros. Me quedé observando el pequeño dinghy hasta que se acercó a nuestra popa, donde yo estaba, y después de que el individuo mirara lo alto de los palos suspirando alguna exclamación se dirigió a mí:
-Bon jour! J’ai un problème et j’aurais besoin d’aide
Sylvain es un navegante solitario canadiense que había llegado a la isla dos días antes que nosotros, y que a pesar de que en la bahía aseguraban cartas y derroteros que no había más que arena, había enrocado su ancla. Necesitaba levantar su fondeo para situarse mejor, pero al ir cobrando cadena ésta no venía de ningún modo y después de mucho probar se decidió a pedir ayuda a alguien que tuviera botellas de buceo y cuál mejor garantía que un barco grande. Y no se equivocó.
A pesar del tamaño de los barcos y de su pabellón, existe una pacto tácito en la hermandad de navegantes por la que se presta ayuda de mil amores. Quedamos en ir a ayudarle al día siguiente.

Aquí tenemos al Inherit of the wind, plácidamente mecido por las aguas de Nuku Hiva

A la mañana siguiente nos presentamos con nuestro dinghy pequeño que abarloamos junto a su barco formando una extraña imagen. Un ketch de cuarenta pies de madera del año sesenta junto a una castoldi turbo jet de ciento quince caballos marcaban las diferencias. El agua seguía igual de turbia que los días anteriores, y al tirarme a ella comprobé que apenas me veía la mano en la superficie. Era un café sucio en el que me tenía que sumergir y a ciegas bajar por la cadena hasta lograr palpar la piedra donde se había liado el ancla. Uff! Me hacía poca gracia, pero estaba allí en el agua, con todo el equipo y Sylvain excitado de alegría mientras que Cristóbal, mi compañero, agradecía su dolor de muelas que le había asegurado el sitio en el bote.
Empecé la inmersión sin ver nada y continué de igual modo, mientras mi mente se recreaba en los tiburones esos de tres y cuatro metros que entraban en la bahía y de los que nos habían hecho eco los locales pero de los que no había registros de ataques. Incluso la misma manta raya que vi el día anterior seguro que me hubiera cortado la respiración. El caso es que sin dejar a mi mente que se apoderara de la maniobra llegué hasta la supuesta piedra que mantenía prisionero al barco; me sobresaltó enormemente, pues la percibí como una silueta extraña cuando la tenía a un palmo de mis narices y no la relacioné inicialmente con algo inanimado. Sin más dilación, la desenredé la cadena sin demasiada dificultad, tiré de ella ayudado por el chaleco hinchado, primero hacia arriba y luego hacia un lado para asegurarme de que quedaba fuera de la piedra, y emergí de los diez metros de fondo en los que me encontraba deseando no tener que volver a bajar. Y así fue, recuperó toda la cadena y ancla y cambió el barco de sitio sin más contratiempos. A cambio, Sylvain nos iba a preparar para el día siguiente una típica comida quebequoise en agradecimiento por la ayuda prestada: deliciosas judías con tocino, bacon y azúcar.
Acudí yo solo a cenar, pues a mi compañero no le apetecía demasiado además de desenvolverse con dificultad con los idiomas. Sylvain hablaba un francés canadiense de interior difícil de comprender, pero lo suficiente bueno como para darse a entender apoyado en alguna muleta de inglés. Y mientras cenábamos con una cerveza en las manos me contó su historia.
Había salido hacía diez años de Canadá para instalarse en Costa Rica donde arrancó un aserradero de maderas tropicales que vendía en California donde residía alternadamente. Al tiempo y a pesar de haber vivido toda su vida en las montañas, descubrió el placer del mar y se hizo con un velero. Sus negocios le habían dejado dinero y tiempo y sin más compromisos familiares que una hija en Canadá, decidió lanzarse al océano para dar su personal vuelta al mundo. Embarcó en Costa Rica un tripulante que le acompañaría hasta Polinesia, uno de esos viajeros buscavidas y amables que se apuntan a lo que sea con tal de cambiar el culo de sitio, que no había navegado en su vida pero al que se le veía desenvuelto en todas lides. Y ambos pertrecharon el Inherit of the wind y se lanzaron a la mar acompañados de Eddie, un pequeño perro que daría algo de alegría a los días por venir.

Sylvain y Eddie, más tranquilos y contentos que una lapa en marea baja

A la semana de navegar rumbo a las Marquesas, una serie de chubascos descubrieron un problema en una tablazón del casco. La tensión excesiva de la jarcia había separado el calafateado de unas tablas en la línea de flotación y entraba mucha agua en el barco. Se dio cuenta porque la bomba de achique no dejaba de funcionar hasta que se quemó por inundación, no sin antes haberle pegado un buen bocado a las baterías del barco. Al mismo tiempo que uno achicaba a mano duramente, otro gobernaba el barco. Esta situación duró demasiado tiempo, tanto como tardaron en descubrir el lugar de la vía de agua, en el peor acceso imaginable (siempre sucede así) y se esforzaron en intentar repararla. A la par, el motor había decidido no arrancar y el tiempo seguía siendo chubascoso; mala mar con grandes olas dificultaban el trabajo a bordo y el tripulante inexperto empezaba a preguntarse dónde se había metido. Por dos veces el agua les venció sus esfuerzos, y llegando hasta las rodillas se plantearon dejar de achicar y beberse el ron que tenían en la sentina, porque si tenían que afrontar un inevitable naufragio, para qué luchar sobrio? (imagino la tensión del momento, porque en el fondo plantearse la muerte cerca da juego para muchas tonterías). Después de dos días en esta situación lograron contener el sesenta y cinco por ciento de la vía de agua y achicar la mayor parte de la embarcada. Se habían quedado sin baterías y la bomba manual les obligaba a achicar durante dos minutos cada diez para tener la vía de agua controlada. La falta de luz solar por el tiempo constantemente nublado le dificultaba a la pequeña placa solar cargar las baterías, con lo que se encontraban a merced del fuerte viento, la mala mar, el esfuerzo del achique constante y los dos nudos de corriente que les empujaban hacia el oeste separándoles de un lógico retorno. Cuando se habituaron a la nueva vida de a bordo, para más calamidad, se encontraron en los doll drums, las calmas ecuatoriales con corriente empujando siempre hacia el oeste. Ni siquiera se acuerda de cuántos días estuvieron moviéndose sólo con la corriente, pero asegura que fueron muchos y en el momento de salir de las calmas se encontraban a un tercio de camino de su destino, con lo que el esfuerzo de volver suponía más trabajo y contratiempos que llegar a Polinesia. Para entorpecer más la cosa, en un chubasco, el viento había arrancado el carril del escotero de estribor en la guardia de su acompañante al no haber sabido que cuando carga mucho el viento y el barco orza, hay que largar mayor.
Sus guardias eran de dos horas, en las que tenían que seguir achicando dos minutos cada diez. No tenían tiempo de ir al baño, tan sólo de gobernar y achicar teniendo un cabo por piloto automático. Y así permanecieron lcucincuenta y seis días en turnos de ocho minutos de navegación y dos de achique, ocho más y dos de achique, ocho de rueda, dos de achique, víctimas del desaliento y la euforia alternadamente, y cierta sensación de naufragio…hasta que llegaron a Hiva Oa. Sumados a la semana inicial de navegación sin incidentes hacían un total de sesenta y tres días de travesía para las tres mil cuatrocientas millas que les aguardaba la ruta. Una media de cincuenta millas diarias.

En naranja se observa la ITCZ, intertropical convergence zone, las calmas ecuatoriales para los meses de verano, que contrariamente a su nombre les supusieron días y días de poca paz interior

El bíceps de sus brazos aumentó considerablemente de volumen, la vida a bordo se deterioraba día sí día no,y aunque resultaba incómodo, aseguraba que nunca supuso más que enfados sin importancia. Eddie ponía la nota de alegría de las jornadas, quien a pesar de tener quince años y leer la preocupación de su amo en el semblante, se comportaba como un valiente dando contraste a esta inexplicable pareja. A pesar de su tamaño mordía a los dorados y atunes que pescaban de una certera dentellada en el espinazo y los dejaba tiesos en segundos. Yo sufrí un amago de mordisco cuando fui a acariciarle por primera vez al enterarme que éramos tocayos, y doy fe de que era bien capaz de lo que contaba Sylvain.
A lo largo de los días de sol, a unas quinientas millas de destino, y siempre como todo futuro las dos únicas horas de guardia y la obligación de achicar, la pequeña placa solar había cargado las baterías lo suficiente como para poder utilizar la radio de onda corta. Encontró en las ondas a una rueda de navegantes a quien contó los pormenores de su historia y diciéndoles que estaban bien y a salvo, aunque con una rutina imperiosa, solamente tenía la necesidad de dar a su hija en Canadá la noticia de que se encontraba bien y que no pasaba nada más que un ligero contratiempo que les había retrasado “algo” (esa distancia deberían haberla cubierto en veintipocos días de placentera navegación de alisio)
Gracias a la rueda de navegantes no sólo se le dio el recado a la hija, si no que a través de guardacostas de diferentes países, contactaron con un barco que se encontraba en las cercanías, modificó su rumbo y navegó unas ciento cincuenta millas para salirle al encuentro. Era un cargo de doscientos cincuenta metros de eslora al que a la pregunta de si necesitaban algo, le contestaron que ya no, que hacía siete semanas hubieran agradecido cualquier cosa, pero que la situación ya estaba controlada. A pesar de ello, y con no pocas dificultades por la diferencia de tamaño y estado de la mar, recibieron propano, harina, azúcar y alimentos básicos pero perdieron en el trasbordo líquido y carne. Tardaron una semana más en llegar a Hiva Oa, cuatro días después de que se les acabaran las reservas de agua. Al llegar y fondear, el tripulante se desembarcó sin decir tan sólo a dónde se dirigía. Reparar bien la tabla en el muelle no le supuso más que un par de días.
Y cuando acabó de contarme su historia no me quedó más que empequeñecer y decir : qué judías más ricas, gracias por compartirlas conmigo!

5 comentarios:

  1. Es por eso que me gusta tanto navegar, por la gente que me encuentro en el camino, por las gentes y por sus historias, gracias por compartirla, simplemente genial!!
    Me encantó la foto de Sylvain y eddie!!

    ResponderEliminar
  2. Gracias a ti por leerlo. Es por eso por lo que me gusta escrinirlas.
    Edu

    ResponderEliminar
  3. Repaso las últimas entradas y no puedo evitar pensar... maaacho, la de fotos que vamos a ver en la megatele de tus padres! Slurp!!!

    ResponderEliminar
  4. Cuéntale a tu capitán que también se pueden cruzar los mares a vela, incluso con una vía de agua...¡marineros de pantano! ¡3000 millas a motor en un superyate por la autopista de los alisios!. Seguro que si tu armador se entera de la historia de Sylvain despide a su capitán de pantano y lo contrata. Claro que tu capitán ya se ocupará de que no se entere...en fin, compañero, gracias por contarnos estas bonitas historias, un abrazo muy fuerte.
    NachoP

    ResponderEliminar
  5. no se si leeras esto hoy, querido edu, pero por si acaso... "FELIZ CUMPLEAÑOS" y que tengas un día precioso por esos mares! Y que nos veamos pronto para brindar por ello. Beso enorme. nat

    ResponderEliminar